Toda historia tiene su historia.

Quién iba a decir, por ejemplo, que conocería a Edmundo Rivero en Roma.

Y que Rivero me presentaría al Negro Villavicencio en Buenos Aires.

Pero vamos a la historia.

 

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Corría el verano europeo de 1981 y Edmundo Rivero estaba de vacaciones en Roma, acompañado por su esposa, Julieta. Desde Buenos Aires me informaron el hotel donde se hospedaba. Por supuesto lo llamé y coordinamos una entrevista para la revista de Clarín.

Yo había leído mucho sobre Rivero. Sabía que su primer nombre era Leonel –así lo llamaba su esposa- y que le costó mucho ganarse un lugar en el tango.

-Un tanguero debe tener la pinta de Gardel-, se decía. Y Rivero era feo. Muy feo. Su nariz y sus manos eran inmensas. Y su voz de bajo fue en sus comienzos criticadas por los “puristas” que decían que el cantor de tangos debe ser tenor, a lo sumo barítono.

El primer encuentro fue en el hotel, donde compartimos un café. Luego saldríamos a recorrer Roma, donde tomamos fotos para la nota. Y terminamos cenando en mi casa en una de esas noches interminables donde mis hijos –pequeños aun- lo trataban como a un tío y las horas pasaban casi sin darnos cuenta.

 

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En aquellos días Rivero había cumplido 70 años y por eso se regaló unas vacaciones europeas. Rivero era un hombre de gran cultura. Era hijo de un ferroviario y sus comienzos fueron como guitarrista. Se había formado estudiando canto y guitarra en el Conservatorio Nacional del Barrio de Belgrano. Y como guitarristas fueron sus comienzos, acompañando a Nelly Omar y su hermana, cantantes de tango. También acompañó  a Agustín Magaldi,  Francisco Amor, el dúo Ocampo-Flores.

Pero, además, se ganaba unos pesos tocando en los cines que exhibían películas mudas.

Entre los spaghetti al salmón y el “agnelo con patate” que preparó Silvia, mi mujer, Rivero contó que su primer nombre, Lionel, lo había heredado de su abuelo ingles.  

-Sí, aunque te parezca raro, yo tuve un abuelo inglés llamado Lionel Walton, qué murió lanceado por los indios pampas.

 

Y un día apareció el cantor.

-Con mi hermana Lidia Eva cantábamos algunas cosas pero luego formé otro dúo con mi hermano Aníbal, con quienes hacíamos milongas y música sureña.

Pero fue en el tango donde encontraría su camino final. Al principio como cantante de orquestas. Primero con Julio De Caro, Humberto Canaro –hermano de Francisco – y finalmente con Aníbal Troilo.

Hasta que un día comprobó que su destino era como solista. Y fue en ese momento en el que su voz grave, acompañada por guitarras, se hizo conocida en todo el país.

 

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A fines de la década del cuarenta ya se había perfilado como una de las voces mayores del tango. Participó en los filmes El cielo en las manos (1949) y Al compás de tu mentira (1951).

No sólo fue un gran cantor, también fue autor y compositor y un ferviente defensor del lunfardo. Escribió su autobiografía en un libro titulado Una luz de almacén, y fue miembro de la Academia del Lunfardo. En 1.985 publicó Las voces, Gardel y el canto.

Era contador y eso le dio una visión empresaria que quedó de manifiesto en su emprendimiento: El viejo almacén, un icono del tango porteño durante muchos años, ubicado en la calle Independencia que inauguró en 1969.

 

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Y precisamente en El viejo Almacén tuvo lugar la segunda parte de este relato.

Fue a principios de 1982, cuando viajé de Roma a Buenos Aires por temas relacionados con el diario. Lógicamente, fui a El Viejo Almacén. Y allí me recibió Rivero, con su calidez de siempre y me ubicó cerca del escenario. Al término del espectáculo vino la sorpresa. Rivero ofreció unos tragos y de pronto me dijo:

-Te quiero presentar a uno de mis guitarristas, sanjuanino como vos.

Esa noche conocí a Ernesto Villavicencio, el querido “Negro” al que San Juan y en especial la tonada, debe un monumento. No tengo la menor duda que tarde o temprano la tonada será un género musical conocido en todo el país. Y mucho deberá a las letras y melodía que nos dejara el Negro Villa.

Evidentemente, los encuentros se pueden producir en los lugares más inesperados: Dos sanjuaninos se conocieron en Buenos Aires y presentados nada menos que por Edmundo Riveros.

 

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Queda para el final una anécdota.

Recuerdo que luego de llevar a Rivero y Julieta al hotel, mis hijos me comentaban cómo les había impresionado el tamaño de las manos y los pies de Riveros.

El tamaño de sus manos y pies, como así también su nariz prominente y su voz grave eran producto de una enfermedad conocida como acromegalia  enfermedad que aparece en los adultos y se debe a la secreción excesiva de hormona del crecimiento. Cuando la hipersecreción de GH se produce antes de finalizar el crecimiento, en niños o adolescentes, se produce el gigantismo acromegálico, que conlleva tallas exageradamente altas.

Se caracteriza por un crecimiento exagerado de los huesos de la cara (mandíbula, cráneo, frente), las manos y los pies, y también por un agrandamiento de las vísceras y otros tejidos blandos, como la tiroides, el hígado, el riñón y el corazón.

Lo que no sabíamos es que pocos años después Rivero moriría. El 24 de diciembre de 1985 Edmundo Rivero sufrió una miocardiopatía que lo obligó a ser internado en el Sanatorio Güemes. Allí falleció el 18 de enero de 1986.

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